De espalda, cervical, en los pies, de cabeza, menstrual, dental, de estómago… Todos, en alguna ocasión o de manera recurrente, hemos sentido dolor en alguna o varias partes del cuerpo. Como consecuencia de un golpe, una caída, una enfermedad o una intoxicación, o como efecto secundario de tomar una medicación determinada, lo cierto es que todos los humanos experimentan en algún momento de su vida el dolor físico. De hecho, hay personas que deben aprender a convivir con el dolor a diario.
¿Qué es el dolor?
“El dolor es una experiencia individual compleja que incluye aspectos sensoriales, emocionales y sociales”, explica la Sociedad Española del Dolor (SED). Y es un elemento que generalmente actúa como señal de alarma, ya que nos permite detectar una lesión en los tejidos o una enfermedad en nuestro cuerpo.
Normalmente, la intensidad del dolor depende del nivel y la severidad de la enfermedad o el accidente padecido, pero es muy importante remarcar que un mismo dolor no será experimentado de igual manera por distintas personas. Y es que los mensajes que el dolor envía a nuestro cerebro son interpretados de forma diferente por cada individuo, y, además, nuestra experiencia en la vida diseña la forma en que experimentamos y expresamos nuestro dolor.
Algunas personas, como explica la SED, parecen más predispuestas al dolor, mientras que otras parecen ser inmunes: “Esas diferencias pueden ser reflejo de la educación o la cultura de cada persona. Sin embargo, existen cada vez más pruebas de que la respuesta al dolor tiene mucho que ver con nuestros genes”.
Existen diferentes clasificaciones del dolor, aunque la más clara es la que diferencia entre el dolor agudo y el dolor crónico.
El dolor agudo
El dolor agudo se percibe de manera casi inmediata, en el mismo momento del contacto con el estímulo doloroso o poco después. Suele durar unos segundos, minutos o incluso días, pero generalmente remite junto con la afección que lo origina, por ejemplo, una lesión muscular, una fractura ósea o una patología pasajera. Normalmente es producido por una estimulación nociva, un daño tisular o una enfermedad aguda, y casi no se percibe en los tejidos más profundos del organismo.
El dolor crónico
Todas las personas sienten dolor en algún momento de su vida. Sin embargo, hay un gran número de individuos que sufren dolor durante un largo periodo de tiempo, con poco o ningún alivio: “El problema lo encontramos en los dolores que deberían desaparecer, pero no lo hacen. No existe un tiempo específico tras el que un dolor agudo se convierte en crónico; esto depende de la forma individual de cada dolor y persona. Por regla general, si el dolor ha durado mucho más de lo que se esperaba cuando comenzó, puede convertirse en un dolor crónico”, asegura la SED.
El dolor crónico puede tener un origen claro, como, por ejemplo, sufrir una enfermedad persistente en los tejidos (como es el caso de la artritis), presentar una lesión en los nervios, ser consecuencia de la diabetes o de un herpes, derivar de un cáncer, ser fruto de una lesión muscular…, o tener un origen indeterminado (cuando no es posible localizar –o no existe– la causa).
El tratamiento del dolor
Una vez diagnosticado el problema de base (una lesión traumática, una enfermedad concreta…), el médico debe intentar tratar lo que está provocando el dolor, para lograr así que remita. Paralelamente, puede recetar al paciente la toma de analgésicos o calmantes, para mitigar ese síntoma.
Pero cuando no se distingue el elemento causante, o este no tiene cura, la única solución es atacar directamente la sensación dolorosa para eliminarla o reducirla y mejorar así la calidad de vida de la persona afectada. Esto es lo que suele ocurrir a la hora de tratar cefaleas y migrañas, enfermedades como la fibromialgia, el dolor de espalda asociado al paso de la edad o el dolor artrítico, por poner algunos ejemplos.
Además del tratamiento con fármacos, se puede recurrir a otros recursos para intentar reducir esa sensación desagradable: algunas personas notan mejoría sometiéndose a sesiones de fisioterapia y osteopatía; otras, tras baños calientes; hay quien se siente mejor practicando disciplinas como el yoga o el pilates; también puede ayudar la psicoterapia… Es cuestión de buscar qué funciona en cada caso particular y dejarse aconsejar por los especialistas médicos.
Más allá de la sensación de dolor físico
El dolor es un problema físico, pero también psicológico y social, que puede afectar al desarrollo y la conducta normal de un individuo.
Y es que el dolor, sea o no crónico, suele mermar notablemente la calidad de vida de quien lo padece. Por norma general, una persona con dolor no puede trabajar, presenta dificultades para desarrollar las actividades diarias y, en algunos casos graves, incluso queda incapacitada para cuidar de sí misma. Además, el apetito, el sueño y el rendimiento intelectual también se pueden ver afectados.
A todo ello se le añade el factor psicológico: el dolor limita la vida social y afectiva, genera inseguridad, introversión, cansancio, estrés, sensación de soledad, frustración, impotencia, preocupación… Factores que pueden desembocar en estados depresivos y que deben ser tratados de inmediato con ayuda psicológica.
¿Cuándo acudir al médico?
Normalmente, si el dolor persiste más de cuatro semanas a pesar de seguir un tratamiento para aliviarlo, o si ya se ha tratado el problema que lo causaba y aun así el dolor sigue presente, el médico puede remitir al afectado a un especialista del dolor o a una unidad de tratamiento del dolor.
Las unidades de tratamiento del dolor han sido establecidas en los últimos años para atender las necesidades de las personas que sufren dolor crónico. Ofrecen un tratamiento integral y cuentan con un equipo de profesionales, como anestesiólogos, enfermeros y/o psicólogos, además de otros médicos especialistas. Su objetivo es ayudar a las personas con dolor a mejorar todo lo posible su calidad de vida.